lunes, abril 28, 2008

EL ESTUDIO DEL EVANGELIO EN LA VIDA COMUNITARIA
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Claudio Alonso Murrieta Ortiz / Pitiquito, Sonora.


I. Conocer y acoger a Cristo en la realidad histórica.
Pero, ¿qué ha significado la aceptación de la fe cristiana para los pueblos de América Latina y del Caribe? Para ellos ha significado conocer y acoger a Cristo…
Después de reconocer la diversidad de expresiones y la rica creatividad en las que se ha manifestado la vivencia de la fe cristiana en nuestro continente, el Papa Benedicto, en su discurso inaugural de la V Conferencia se formula la pregunta anterior. Intento ahora compartir algunas vivencias de este significado desde mi condición de formar parte de estos pueblos. Así que las palabras primeras, que de alguna manera marcaron nuestra adhesión a esta fe, vienen de ese rico mundo donde se teje la devoción-admiración con la confianza y la cercanía, hacia una persona cuya imagen es representada con mayor frecuencia de brazos extendidos, desnudo, con rostro de dolor y mirada acogedora, era el crucifijo de la cabecera. El rezo para antes de dormir giraba en torno al agradecimiento y a la protección junto a una interminable lista de encargos (aquí me preguntaba cómo le iba a hacer Dios con tanta tarea que le íbamos dejando). En el catecismo se encargaron de ir respondiendo a estas interrogantes y con diversas imágenes que hablaban del antes y después de la cruz iban abonando ese deseo de tenerlo como el Buen Amigo…, algunas consecuencias, sobre todo hacia la conducta, de repente como que complicaban esta relación de amistad, -que a decir de nuestras catequistas- quedaba rota o manchada por habernos portado mal. Sin embargo el cantar, ofrecer flores todo el mes de junio, mantenerse despierto en los interminables rosarios y oraciones del “librito negro”, ir a la misa aunque sea hasta la puerta, o el estar atento a las lecciones de la doctrina y realizar obras buenas de alguna manera restituían aquella tan preciada relación.
En el ambiente de adolecentes y jóvenes fuimos tomando en serio aquello de que lo que hiciste o dejaste de hacer por uno de estos pequeños a mi le lo hicieron, e irlo descubriendo en el rostro del enfermo: -la Migdelina y Don Gilibaldo, la Crucita, Doña María…todos ellos marcados por la pobreza-, significaba acrecentar la amistad con aquel que no pasaba indiferente ante el dolor. Entonces las consecuencias de esta amistad nos hacían hablar del trato justo a un trabajador, cuestionar lo que pasaba en el mundo de la política, tratar de organizarnos en los servicios. Todo esto acompañado por el eco algunas canciones de Roberto Carlos, Alí Primera, el Padre Zezinho… que también tocaban el asunto y hacían resonar experiencias compartidas en el mundo juvenil.
Desde entonces fui entendiendo que conocer y acoger a Jesucristo es un asunto íntimamente relacionado, se le conoce en la medida que se le acoge y se le acoge en la medida que se le conoce, conocer y acoger en este caso son inseparables y el terreno donde esto va sucediendo es la vida misma de los pueblos. La condición de reconocernos parte de un pueblo con historia, idiosincrasia, riquezas y necesidades, nos hace entrar en un tipo peculiar de relación, muy ligada a lo que va sucediendo y a las aspiraciones o esperanzas que tenemos para el mismo. En este sentido amar la realidad es fruto consecuente de esta relación con Jesucristo. “Sólo quien reconoce a Dios, conoce la realidad y puede responder a ella de modo adecuado y realmente humano” –afirma el Papa Benedicto en Aparecida. Puesto que “Dios es la realidad fundante, no un Dios sólo pensado o hipotético, sino el Dios de rostro humano; es el Dios-con-nosotros, el Dios del amor hasta la cruz” .

II. Desde la contemplación personal
De lo anterior nace el deseo de la contemplación como un ejercitar la mirada desde los sentires y criterios de este “Dios de los pobres, el Dios humano y sencillo” como lo confesamos cantando en las Comunidades Eclesiales de Base. Una mirada hacia la historia me fue haciendo comprender que ésta se mueve con un sentido y el proceso que suscita se le llama evolución. Muchos impulsos nacidos de las mismas circunstancias y muchos jalones venidos de las más grandes utopías podemos considerarlos como los motores de esta historia. Testigo de ello es lo que conocemos como historia de la salvación en la que van interviniendo diversos dadores de sentido: movimientos proféticos, experiencias místicas, personas referenciales…
Los Evangelios y los testimonios de las primeras comunidades plasmados en las cartas y escritos del Nuevo Testamento vienen siendo una fuente privilegiada para aprender a contemplar el sentido de esta historia, para asumirla y sentirnos parte de ella. Por eso viene a bien preguntarnos ¿Cómo leen Jesús y sus primeros discípulos esta historia de salvación a tal grado de llegarla a ver como la mies madura para la cosecha? o ¿Qué mirada hay sobre la vida detrás de las expresión del mismo Jesús “el tiempo ha llegado”? (Mc. 1, 15). Sin duda está presente la conciencia de sentirse no meros espectadores pasivos, sino CONTEMPLATIVOS de la acción del Espíritu en ella. La experiencia de adhesión por parte de Jesús de Nazaret al sentir y querer de los empobrecidos, la vivencia del desierto que fue para él la condición de ser parte del pueblo, la intimidad con Dios por la oración y escucha de la Palabra, constantemente lo hacen cuestionar e invitar a releer las Escrituras y la vida “¿Qué dicen las Escrituras, qué lees en ellas?” (Lc. 10, 26) “¿no está escrito en la ley de ustedes…?”, “Levanten la vista y vean como los campos están listos” (Jn. 4, 35). “Hoy se cumplen estas profecías que acaban de escuchar” (Lc. 4, 21). Dar con frecuencia una mirada a estas experiencias de Jesús va colocando en mi persona algunas claves que se convierten poco en criterios para contemplar la historia con realismo y gozosa admiración. Es, entonces, el estido de Evangelio un medio eficaz para explorar los sentires y criterios de Jesucristo a los cuales queremos adherirnos para que en la alegría de sentirnos sus discípulos, seamos en nuestra persona una buena noticia para los/as más pobres. Ya que “conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo”. (Aparecida 29).

III. En la vida de equipo
El seguimiento a Jesucristo, desde los inicios siempre se fue dando en equipo, aunque el llamó a personas (con nombre, historia, circunstancias…), estas participan de un fuerte deseo de SER CON LOS OTROS. Similar a la experiencia de los primeros discípulos, ha estado presente en nuestra historia la invitación que hace Felipe a Natanael una vez que se encontró con Jesús: “Hemos encontrado a aquel de quien escribió Moisés…: es Jesús, el hijo de José, el de Nazaret.. – Ven y lo verás” (Jn. 1, 45. 46b) . Fue el testimonio y la invitación a juntarnos para estudiar el Evangelio, en el grupo de apoyo –como le llamabamos en el seminario a un grupo de compañeros con los que compartíamos la oración, la revisión de vida, algunas lecturas, etc.- Nos juntabamos como quien se da el gusto de compartir la mesa con sus amigos, nos veíamos a diario, compartíamos el aúla de filosofía o teología, la misma casa…, sin embargo el día de reunión para el Estudio de Evangelio era algo esperado, pues tendríamos la oportunidad de conocer, profundizar y compartir la amistad con el Maestro. En esta etapa quedó sembrada para mi una fuerte convicción: desarrollar el ministerio en vida de equipo, asunto que tendría que aprender a combinar con los desafíos y rítmos de trabajo en los que nos envolvería posteriormente la actividad pastoral.
Elemento fundamental ha sido mantener este alimento en el centro de nuestra mesa: el estudio del Evangelio, pues de ahí se alimenta este gozo de sabernos que estamos junto a otros/as, de ahí nacen las más fuertes confrontaciones entre lo que hacemos o dejamos de hacer y la vida evangélica a la que estamos llamados. Una mediación muy significativa han sido las reuniones para preparar la reflexión dominical, anteponiendo primeramente ¿qué nos dice el Evangelio a nosotros como personas, a nuestro ministerio?, posteriormente, ¿cómo presentaríamos esta Buena Noticia a la comunidad?, ¿cómo colocar sus llamados en medio de las situaciones concretas que vamos viviendo como pueblo?
La vida en equipo nos permite compartir “en corto” la experiencia de la gracia que viene del encuentro personal con Jesucristo, descubierto tanto en el Evangelio escrito como en el viviente. “Conocer a Jesucristo lo es todo” por eso es necesario cultivar esta gracia; “fomentemos este atractivo, hagámoslo crecer por la plegaria, la oración, el estudio, para que se agrande y de frutos…” VD. 119

IV. En el caminar comunitario.
La centralidad de la Palabra, como aquella fuente que clarifica e impulsa la misión del discípulo, en nuestra tradición latinoamericana ha tenido especial lugar. La Palabra leída, meditada y acogida en comunidad viene configurando nuestra manera de ir haciendo iglesia desde el contexto de cada pueblo. La semilla arrojada por el sembrador da sus frutos en la medida en que es acogida por la comunidad.
Las Comunidades Eclesiales de Base (CEB) van fomentando que el pueblo sencilo acceda a un mayor conocimiento de la Palabra de Dios, como nos lo recuerda el documento de Puebla y lo ratifica el documento de Aparecida (178), y sea consecuente con ella a través de los servicios especialmente entre los sencillos y alejados, preferentemente por los pobres. La cercanía que favorecen las CEB nos permite ir creciendo en la proximidad - amistad, que nos hace capaces de descubrir los valores, los legitimos anhelos y el modo propio de vivir la fe por parte de los pobres. Las reuniones en las casas donde la Biblia pasa de mano en mano nos van enseñando a releer nuestras propias historias, a mantenernos interesados en los que nos rodean, vamos aprendiendo a sentir así con la Iglesia. El ritmo y el rumbo de nuestro caminar está intimamente ligado a la contemplación comunitaria del rostro sufriente de Jesucristo en los pobres. “La misma adhesión a Jesucristo es la que nos hace amigos de los pobres y solidarios con su destino” (Aparecida 257).