sábado, enero 24, 2009

ESTUDIO DE EVANGELIO DE (San Marcos 1, 16-20); (San Marcos 1, 12-15)




En seguida el Espíritu lo llevó al desierto,
donde estuvo cuarenta días y fue tentado por Satanás. Vivía entre las fieras, y los ángeles lo servían.
Después que Juan fue arrestado, Jesús se dirigió a Galilea. Allí proclamaba la Buena Noticia de Dios, diciendo:
«El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la Buena Noticia».


No sólo Jesús se mezcló con los pecadores. Sino que también “aunque era Hijo de Dios” (He 5,8) fue llevado, proyectado hacia afuera del ícono de gloria del bautismo trinitario, e impulsado con cierta violencia al desierto por el Espíritu, el cual ya no tiene la delicadeza de una paloma. Jesús está en el desierto, es puesto a prueba, pasivamente tentado por Satanás durante cuarenta días.

El Siervo, como lo sugiere esta tipología bíblica de los cuarenta días, pone sus pasos en los de Moisés (Ex 34,28) y del pueblo de Israel, “afligido y con hambre” en el desierto (Dt 8,3). Marcos, a diferencia de Mateo o de Lucas, no menciona el ayuno de Jesús en el desierto, sino que deja pensar que está comprendido en la prueba del desierto.

Lo que el apóstol Pablo dirá del cristiano se origina en Cristo. El Espíritu Santo forma en él “al hombre nuevo, creado a imagen Dios en la justicia y en la verdadera santidad” (Ef 4,24), que se ha vuelto capaz de observar los mandamientos de la Alianza. Así, la tentación se siente como una prueba, sufrida en la debilidad de nuestra humanidad. Pero Jesús, fortalecido con el Espíritu, por la respuesta que le opone, hace de esta prueba el acto libre de su obediencia hasta en el sufrimiento y la muerte. Este acto se convertirá en fuente de liberación para todos los que le obedecen (cf. He 5,7-9; 10,8-10; Jn 10,18).

En la narración lacónica de Marcos, aparece el carácter educador y purificador de la tentación. No que Jesús haya tenido necesidad de ella, sino que “como Hijo que era”, retoma el camino del desierto y de la prueba, se somete a nuestra condición mortal, rodeada de amenazas y de inquietudes. Él “recibe” la tentación, pero ya desde entonces, al resistirla, revela quién es él porque la vence.

Es por ello que podemos decir que, desde los inicios de su ministerio en Galilea, el Evangelio que Jesús proclama, ya está realizado en él. Hay ahí una promesa. La imagen de transición en la que Marcos nos lo muestra entre las fieras y los ángeles que lo servían es de tipo escatológico, como un proyecto, una esperanza futura para el hombre y el cosmos entero. Un día, toda la humanidad, reconciliada con sí misma, con la creación y con Dios que es su origen, reencontrará el edén inicial. Mejor aún, degustará la paz mesiánica para siempre (cf. Salmos 91,11-13; Is 11, 6-9; Ap 21,1-4).

En la breve exposición de Marcos sobre la predicación evangélica, se superponen dos expresiones de poderosa densidad: el Evangelio de Dios y el Reino de Dios. Entre ellas dos hay una, también muy fuerte: el tiempo se ha cumplido, o lo que Pablo nombra “la plenitud de los tiempos” (Ga 4,4). Diríamos que el evangelista se las ingenió para reunir en este pasaje las líneas de fuerza de su narración, eco de la catequesis oral de Pedro, de la cual, según una muy antigua tradición, tomó sus notas.

San Jerónimo, en la traducción latina de la Vulgata, acercó los dos primeros términos, cambiando el Evangelio de Dios por el Evangelio del Reino de Dios. Lucas, por su parte, en el original griego de su evangelio, habla de “evangelizar el Reino de Dios” (Lc 8,1). Dicho de otro modo, el Evangelio proclamado llama a los oyentes a dejar que reine Dios. Esto comienza para ellos cuando reconocen que Él mismo ha tomado esta iniciativa por su gracia (cf Rm 3,21-26).

Entonces, Jesús proclamó el Evangelio del Reino: esto es el “kerigma” en acción . Juan, que había mostrado el camino, es ahora entregado. Pero su martirio recapitula el de todos los verdaderos profetas. El tiempo se ha cumplido. Jesús, al proclamar el Evangelio de Dios, llama a todos los hombres a que entren en esta plenitud. Tiempo de la paciente atención al Reino que viene, tiempo de la conversión y de la fe. Si el Reino de Dios está cerca, se ha vuelto accesible, se deja “ver” con la condición de cambiemos de manera de pensar y de comportamiento, de que tengamos confianza en la novedad del Evangelio y de que dejemos que transforme nuestras vidas.


Mientras iba por la orilla del mar de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés, que echaban las redes en el agua, porque eran pescadores.
Jesús les dijo: «Síganme, y yo los haré pescadores de hombres».
Inmediatamente, ellos dejaron sus redes y lo siguieron.
Y avanzando un poco, vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban también en su barca arreglando las redes. En seguida los llamó,
y con ellos, dejando en la barca a su padre Zebedeo con los jornaleros, lo siguieron.

Jesús no comienza su ministerio aislado. Su primer acto es elegir a sus discípulos. Mientras iba… vio… les dijo… avanzando… los llamó. El anuncio del Reino de Dios se dirige, desde el interior del pueblo judío, a todos. Pero necesita obreros. El llamado de los primeros discípulos es la traducción visible de un designio inicial de reunir, ya que Jesús pretende hacerlos pescadores de hombres. En este “los llama”, se nos permite adivinar a la Iglesia en estado latente .

Entonces, Jesús vio, por la orilla del mar de Galilea, a estos pescadores que trabajaban. Los destinó a otro trabajo. Para ello, era necesario que abandonaran su tierra natal y la casa de su padre, igual que Abrahán (Gn 12,1), y que lo siguieran. El riesgo del discípulo es el riesgo de la fe, que no conduce a una aventura solitaria, sino que, a través de la “separación” de la que habla Pablo a propósito de su vocación (Rm 1,1), conduce a convertirse en pescadores de hombres. Se tiene que cumplir con una sola condición: responder de inmediato al llamado de Jesús, y seguirlo sin vuelta atrás .

Convertirnos en pescadores de hombres: al ofrecer esta perspectiva a los pescadores de Galilea, Jesús no se conforma con jugar con las palabras. Sí, los hará pasar de un trabajo para ganar el pan de cada día, a un trabajo para la fundación de una nueva comunidad de fe en medio de los hombres. El verbo “convertirse” utilizado por el evangelista, subraya que este paso no será instantáneo. Él mismo consagrará la mayor parte de su ministerio a formar a sus discípulos. De cierta manera, entre este “convertirse” y el que encontramos en el Génesis a propósito de la pareja, hay una analogía. “El hombre abandona a su padre y a su madre y se une a su mujer, y los dos llegan a ser [se convierten] una sola carne” (Gn2,24). Los esposos tienen que convertirse cada día en “uno”; así, los discípulos tienen una vida para convertirse en pescadores de hombres.

¿Y cómo llegan a serlo? Siguiendo a Cristo. Yendo tras él, aprendiendo a conocerlo, aprendiendo de él cómo encontrar hombres, verlos, oírlos, conmoverlos, sanarlos, reunirlos, sirviendo a la venida del Reino de Dios. Es el camino que se les propone para asimilar progresivamente a Cristo, entrar en su misión.