miércoles, junio 11, 2008

NOTAS SOBRE EL eE Y EL MINISTERIO

BREVES NOTAS SOBRE 
EL ESTUDIO DEL EVANGELIO Y EL MINISTERIO
PRIMERA PARTE

El estudio de nuestro Señor Jesucristo en nuestra vocación y nuestra tarea. Desde el interior mismo de esta realidad se impone la urgencia de anunciarlo (ver 1Cor. 9, 16- 17)


Llamados y enviados
Las personas, en nuestro caso aquellas que son llamadas por Jesús, son fruto del amor de Jesús por ellas; igualmente podemos decir que son parte vinculante de su vida y ministerio. 

Desde que somos llamados, nuestra vida y su transcurso adquieren no solo un matiz diferente, sino un rumbo y una identidad nuevas: el hombre “llamado” no se pertenece a sí mismo sino a Jesucristo, que le ha elegido. Esto que podemos aplicarlo a la existencia del hombre como tal; de manera particular lo haceos al referirnos al ministerio del presbiterado. 

Los primeros en ser llamados reaccionan dejando ver que Alguien entró en sus vidas de manera definitiva y solicitando de ellos una respuesta única: “Y les dice: vengan conmigo, y los haré pescadores de hombres. Y ellos al instante, dejando las redes, le siguieron” (Mt. 4, 19 – 20). 

“Subió al monte y llamó a los que Él quiso; y vinieron donde Él. Instituyó Doce, para que estuvieran con Él, y para enviarlos a predicar” (Mc. 3, 13 – 14). Es el marco en el que el presbítero está llamado a desarrollarse para ser testigo de Jesucristo. 

Jesús concentrará en un llamado lo permanente de estar llegando a ser de él y hacer como él: “Sígueme”. Es el “reglamento” que hará fecunda toda forma de anuncio y servicio en sus vidas. 
Antonio Chevrier habla del presbítero como alguien que es “enviado”, y lo hizo con Jesucristo en mente como “el enviado de Dios, el título más simple, el más int
eligible” (VD 86). En la existencia de Jesús, ello significa que él depende en todo de la voluntad de su Padre. En la página 208 del VD, Antonio Chevrier anota lo siguiente: “El sacerdote es el enviado de Jesucristo. Todo lo que Jesucristo dice de sí bajo este título, el sacerdote es lo que se debe aplicar a sí mismo. Está revestido, como Jesucristo, de los caracteres de un enviado y debe cumplir con las obligaciones de tal”. Y unido a Jesús, el presbítero “estará unido al Padre y hará todo según Dios” (VD 208). Es una manera muy elocuente de most
rar dónde está la vida e identidad del presbítero, y por tanto la orientación fundamental de sus funciones y quehaceres. 
Antonio Chevrier, a través de la meditación del Evangelio y de su amor cercano a los pobres, fue redescubriendo una y otra vez el sentido de su vocación. La llamada de parte de Dios no es algo que se da de una vez para siempre, en el sentido de que Dios habla o se manifiesta para luego abandonar a su interlocutor. Él está siempre recreando su iniciativa en las personas, porque no “descansa”. Es el sentido que encierra el “sígueme” de Jesús a los que él ha llamado en su seguimiento; la relación con Él se vive como algo permanente. 

El apóstol de los gentiles
“Yo dije: ¿Qué hacer, Señor?” (Hech. 22, 10). A partir de la iniciativa del Resucitado, Saulo es otro que modifica su camino. Precisamente esta manera de situarse ante Jesús habla de un vivir para los planes ya no propios del hombre, sino para los del Señor. Renunciar así al propio espíritu es fundamental, y esto viene de la fuerza del Espíritu Santo, que hace posible el sí del hombre al Viviente que es Jesús.

Pablo entendió que un dinamismo de vida debería conducir su existencia, y lo concibió como un don y una tarea; así lo expresa él mismo en varios textos, por ejemplo: “Más cuando Aquél que me separó desde el seno de mi madre tuvo a bien revelar en mí a su Hijo, para que le anunciase entre los gentiles…” (Gal 1, 15 – 16). Sobre la tarea de anunciar el Evangelio dice: “No es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un diere que me incumbe. Y ¡Ay de mi si no predicara el Evangelio! Si lo hiciera por propia iniciativa ciertamente tuviera derecho a una recompensa. Más si lo hago forzado, es una misión que se me ha confiado” (1Cor. 9, 16 – 17). Y más adelante en esta misma carta confiesa: “Y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Pero no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo” (1Cor. 15, 10). Es Jesucristo quien conduce sus iniciativas y acciones. Pablo lo expresa de una manera tal que en realidad la persona está marcada por un absoluto: “Y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí”. (Gal 2, 20). Pablo se sabe atraído por la iniciativa única de quien amó hasta el extremo. 

La vida apostólica se nutre precisamente de este dinamismo: recibir una Palabra para entregarla al mundo, en nuestro caso, a los pobres. Ver para anunciar (cf. Jn. 1, 1 – 4) es lo que vive Pablo: “Pero levántate, y ponte en pie; pues me he aparecido a ti para constituirte servidor y testigo tanto de las cosas que de mi has visto como de las que te manifestaré” (Hech. 26, 16; ver 22, 12 – 15). 

Ambas realidades –discípulo y apóstol- son un absoluto en la vida del presbítero; son su dinamismo fundamental, en ese marco se mueve todo su ministerio. “Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo, y ser hallado en él, no con la justicia mía, la que viene de la Ley, sino la que viene por la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios, apoyada en la fe, y conocerle a él, en poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos. 

No que lo tenga ya conseguido o que sea ya perfecto, sino que continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús. Yo, hermanos, no creo haberlo alcanzado todavía. Pero una cosa hago: olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio a que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús” (Fil. 3, 8 – 14). La intensidad de este absoluto personal es lo que lleva a Pablo a plantarse en este mundo con libertad y de llevar adelante su vocación y misión. 

Resucitado, Jesús es el Viviente. Y por ello decimos que es el eterno presente (Heb. 13, 8). Por su Espíritu, sigue llamando y sigue formando a los suyos para enviarlos, porque “ha sido el primero y más grande evangelizador” (Evang. Nunt. 7). 

Los pobres tienen el derecho a conocer a Jesucristo. Este es el gran servicio que les brinda el presbítero. Jesús mismo expresaba así el absoluto de su misión, en la que había involucrado a los suyos: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo” (Jn 3, 17). 

El mundo
El mundo es el lugar donde estamos llamados a desarrollar nuestro ministerio, porque fue ahí donde Jesús realizó su vida histórica de enviado a curar y a predicar. Es el lugar donde Dios se revela a su pueblo por ser obra suya. Reconocemos que el Espíritu continúa recreando todas las cosas y que nuestra tarea es colaborar en lo que ahí se realiza. 

La iglesia es para el mundo; Dios la ha destinado para servir a los hombres para su designio. Y es ahí donde está llamada a ser instrumento de Jesucristo, que es “la luz de los pueblos” (LG 1).
En ocasiones se ha insistido en la necesidad de no ser del mundo, pero poco en la necesidad de estar en el mundo. La manera como nos situemos en el mundo es determinante para nuestra condición de enviados: “Como tu me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo” (Jn. 17, 18). Para Jesús no fue un simple estar, sino un entrar en la experiencia más honda del ser humano, en particular los pobres, los enfermos, los ignorantes, los pecadores. Pero esto lo hace desde la comunión con el Padre: “las palabras que tu me diste, se las he dado a ellos” (Jn 17, 8). Jesús busca entregar al mundo la vida que el Padre le comunica. 

Conocer al que nos ha enviado y conocer el lugar al que somos enviados, aún cuando no se trata de los mismo, son dos cosas que no pueden, sin embargo, separarse. El envío dependerá en gran medida de nuestra cercanía con los pobres. Precisamente Jesús tomaba iniciativas a favor de las personas a partir de una experiencia: “Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia. Y al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor. Entonces dice a sus discípulos: la mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies. Y llamando a sus doce discípulos, les dio poder sobre los espíritus inmundos para expulsarlos, y para curar toda enfermedad y toda dolencia” (Mt. 9, 35 – 10, 1). 

Estar en el mundo implicó para Jesús una necesidad apremiante: “También a otras ciudades tengo que anunciar la Buena Nueva del Reino de Dios, porque a esto he sido enviado” (Lc. 4, 43), movimiento cuyo significado profundo se precibe a la luz de la proclamación en Nazaret (Lc. 4, 18 – 19). Al ser enviados, los discípulos llevan consigo este dinamismo del Resucitado (ver Mt. 28, 19 – 20; Mc. 16, 15 – 18). 

El mundo de los pobres es campo de Dios, ahí donde Él lleva a los suyos para formarlos en la fe, como señala Lucas una vez que relata el llamado a los Doce: 

Bajando con ellos se detuvo en un paraje llano; había una gran multitud de discípulos suyos y gran muchedumbre del pueblo, de toda Judea, de Jerusalén y de la región costera de Tiro y Sidón, que habían venido para oírle y ser curados de sus enfermedades. Y los que eran molestados por espíritus inmundos quedaban curados. Toda la gente procuraba tocarle, porque salía de Él una fuerza que sanaba a todos.
Y Él, alzando los ojos hacia sus discípulos, decía…” (Lc. 6, 17 – 20). 

Conocer a los pobres de cerca y amarlos es el camino para una presencia evangélica en el mundo. Es yendo hacia ellos como podemos concretar nuestro amor a toda la realidad y a toda la historia humana. 

Formalizar nuestro compromiso en El Prado es una manera de integrarnos a una familia. Pero dicho compromiso tomará cuerpo y verdad en la vida cotidiana: Todos los días habrá que conocer a Jesucristo; todos los días habrá que anunciarlo. Aquí, como en todos los campos de la vida cristiana y en sus diferentes estados de vida, la verificación es criterio evangélico, es parte de nuestra verdad como personas y discípulos. No deberíamos sentirnos mal por reconocer esta realidad, pues Jesús mismo lo pide como signo de que vamos siendo sus verdaderos discípulos. Lo que hace al Prado es un estilo de vida. 

Entrar
“Entrar” es una manera de decir que nuestra existencia se ve llamada a un trabajo en el que Dios reclama la respuesta de nuestra libertad para trabajar colaborando con la obra que realiza el Hijo. Vamos al Evangelio porque aceptamos realmente que el Padre nos quiere revelar a su Hijo. Y nos unimos a este designio suyo suplicando siempre que nos de su Luz para que descubramos y amemos su voluntad, porque es don suyo hacer camino en una vida según el Evangelio. “Nadie puede venir a mi, si el Padre que me ha enviado no lo atrae” (Jn. 6, 44). Nuestro caminar inicia con este reconocimiento. Jesús mismo “entró” en el camino doloroso de buscar y realizar la voluntad de Dios, conducido por el Espíritu. 

Convertirnos caminando de la mano del Evangelio nace, entonces, de una libertad en donde permitirnos que Dios nos revele a sus Salvador y Mesías. Esto se traduce, de manera privilegiada, en un ir hacia el Evangelio como nuestra gran tarea, concretamente, dedicando tiempo a ello como quien sabe que ahí está todo para él. 

A propósito del atractivo por Jesucristo, dice el Padre Chevrier: “Si nos sentimos atraídos por poco que sea hacia Jesucristo, ¡ah!, cultivemos ese atractivo, hagámoslo crecer con la plegaria, la oración, el estudio, para que crezca y de frutos”. (VD 119). 

Podríamos decir que en el estudio del Evangelio lo que importa es entrar o, mejor dicho, dejarnos conducir por el Espíritu hacia el interior del Evangelio, abriéndole confiadamente la “puerta” (ver VD 125). Se trata de un camino orientado hacia un conocimiento cada vez más hondo de Jesucristo. Según el anexo II del VD, páginas 516 – 517, la entrada en el Evangelio se caracteriza: 
- Por dedicar tiempo a detenerse “en los detallitos de cada hecho, de cada acción; ahí es donde encontramos la sabiduría”
- Por “estudiar sus detalles para comprender enseguida hasta qué punto la casa es bella… es realmente la casa de la Sabiduría”
- Por utilizar lo que ahí se halla, sirviéndonos de ello para nuestra vida
- Por admirar su conjunto, su belleza
- Por “practicar las cosas que ahí encontramos…”
- Por encontrar a Jesucristo, “la verdadera Luz”
- Por encontrar ahí “nuestro reglamento de vida… solo basta buscarlo” 

La entrada en el Evangelio evoca también el empeño disciplinado y permanente de cada uno. “Es bueno tener un trabajo serio que hacer y tener una voluntad fiel de acabarlo, fijar constantemente en él nuestra atención y nuestro espíritu, y distraerse poco de esta obra que va a hacer, y acabarla” (VD 193).

Y si en Jesús se nos comunica el designio de Dios sobre el hombre (ver GS 22), podemos esperar que el estudio de Nuestro Señor Jesucristo nos hará “entrar” también en una comprensión mayor del hombre que somos cada uno y de lo que es nuestro ministerio. 

Configurarse
Si aprendemos a entrar en la Escritura, Dios hará de nosotros cada vez más, verdaderos discípulos del Hijos, configurándonos con Él. Antonio Chevrier iba al Evangelio con una inteligencia práctica de al fe: dejarse hacer, obedecer a la Palabra que le decía “Sígueme y haz como yo” (VD 222). 

“Que todo su deseo sea configurar su vida a la del Maestro” (Carta 80, a F. Duret). Como ejemplo de lo trascendente que fue para el P. Chevrier esta dimensión, podríamos leer personalmente VD 101 en donde aparecen diferentes expresiones de lo que hoy llamamos la “sacramentalidad”. 

“Entrar” y “dejarse configurar” en aquello que somos, son dos aspectos esenciales frente a la calidad de nuestros estudios del Evangelio. Expresan muy bien la simplicidad que la Palabra requiere para “sembrarse” y dar frutos. 

Para asimilar personalmente y compartir en equipo. 
¿Qué es entrar en el estudio del Evangelio? ¿Qué ha significado o implicado para ti vivir esta experiencia?
¿Qué caminos ves hoy para entrar más a fondo en este trabajo, que pide ser el primero en nuestra vida?
¿Qué signos percibes de tu apertura para dejarte configurar por Jesucristo desde el Estudio del Evangelio?
Para profundizar: Juan 1, 35 – 51; Documento de Aparecida 15


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